Algo congela.
Las parrillas chirriantes y las bengalas humean la calle. Distante timbrea el eco de algunos redoblantes. Ráfagas de cantos que se debilitan hasta volverse murmullo. No logro retener el texto de lo que pronuncian.
Una obra de teatro a la intemperie. Los actores llevan por vestuario jean y campera y por escenografía una esquina frente a la Plaza de los Dos Congresos. Leen un texto y gritan algo sobre el final con firmeza y desesperación. Algunos lagrimean cuando sus miradas se encuentran. No alcanzo a entender, creo que dicen No a algo. Sí. Es eso. Ahora recuerdo. Dicen “no al vaciamiento del Instituto Nacional del teatro”.
A lo lejos, un coro de banderas celestes y blancas se estremecen con la brisa, lo único tenue. Hay un silencio indescriptible colgado en el aire. No es ausencia de sonido. No. Es otra cosa: un silencio habla donde algo congela.
Persisto en caminar. Diferentes grupos capturan mi atención, como destellos de luz en un cielo que se volvió noche. Unos hablan de defender las bibliotecas populares, otros dicen que “la ciencia funciona”.
Giro y veo cientos de guardapolvos. Blancos. Azules. Verdes. Son médicos. Enfermeros. Algunos llevan escrito en sus guardapolvos pediatras contra el hambre. También alcanzo a identificar maestros. Y estudiantes universitarios.
De repente la mirada se empaña. Parpadeo como intentando aclarar los ojos, pero la imagen persevera y me pregunto ¿cómo pueden verse colores en escala de grises?
Un silencio habla donde algo congela y empalidecen los colores.
Hay niños. Muchos niños. No están jugando. Llevan carteles contando sus dolores pretéritos. Pequeños combatientes(1) de la indolencia: tienen que gritar que casi mueren y reconocer a quienes los han salvado. Uno de ellos, muestra su foto de más pequeño cuando atravesaba su tratamiento en el Garrahan. Reparo en la manito izquierda del niño: lleva una muñeca de Mafalda apretada entre sus dedos. Pienso que ojalá juegue a marchar y que jugando descubra que existe la protesta y que a veces es preciso pronunciarse y estar un poco oposicionista desafiante.
Algo aturdida acelero el paso hasta que veo un ejército de sillas de rueda. Gritan sus cuerpos la inhóspita intemperie del desamparo: declaran la emergencia en discapacidad.
Un silencio que habla donde algo congela y empalidecen los colores. Lágrimas como nombres.
No. Esto no es una pesadilla. Se trata de los dolores de una vigilia pesadillezca que produce un desgobierno-topadora que destruye lo público que nos acomuna y cobija.
No. No estamos en la barca de Caronte. Estamos en una movilización que reúne la dignidad de la lucha y la resistencia, con el doloroso requerimiento de testimoniar el desgarro, el desamparo, la pauperización, el abandono, la saña.
No estamos en la barca de Caronte. Aunque quienes toman la democracia como postizo, bien podrían formar parte del primer anillo del séptimo círculo del infierno de La Divina Comedia de Dante: aquel donde moran los criminales, los que violentan al prójimo de una y mil maneras.
¿Acaso es posible algún bien-decir sin mal-decir?
Dicen Davoine y Gaudillère en Historia y trauma, “los sueños son los primeros que dicen no a los ataques contra el inconsciente”. También hay marchas, como la de cada miércoles y la de ayer, que dicen No al ataque contra el inconsciente. Y nos permiten soñar que despertamos.
“La vida no se negocia”, dice uno de los carteles que más se ha grabado en mi retina.
Es que entre los fuegos de las parrillas chirriantes y los fulgores de la vida que asoma en cada reclamo, hay una luz que no se deja gobernar.
Nunca Más. Ni una Menos.
Valeria González
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